martes, noviembre 4, 2025
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Cuando el silencio sangra: vidas marcadas por la violencia sexual en República Dominicana

Catorce años de silencio, horas de terror. Estos no son números, son vidas fracturadas que evidencian el laberinto judicial y la alarmante reincidencia en un país donde la violencia sexual es sistemática, legitimada y silenciada

Por: Ivonne Ferreras

Tiene 26 años. Conoció a su agresor en la universidad. Fue su compañero, luego amigo y, por un tiempo, intentaron una relación sentimental que terminó en buenos términos. Siguieron en contacto, pero esa amistad se quebró para siempre la noche en que él la invitó a hablar. Ella propuso el parque; él insistió y la persuadió para que subiera a un taxi. Fue dentro del vehículo, en ese espacio cerrado, donde sintió la primera señal de que algo andaba mal, la primera muestra de una voluntad que le sería arrebatada.

Lo que siguió fue un descenso al infierno. Él la tocó, la obligó a ir a su casa y la acorraló en la oscuridad de su cuarto. Lo que vino después fue una agresión metódica y brutal: violencia física, amenazas, introducción de objetos, violaciones repetidas y la humillación final de grabaciones forzadas. Ella resistió, intentó escapar y suplicó por su vida, pero el ataque se prolongó por horas. La dejó desangrada, aterrorizada y con heridas físicas y emocionales que aún no sanan.

Solo después, logró pedir ayuda. Al llegar al hospital, por primera vez en toda la noche, pudo quebrarse. El personal médico, al constatar las lesiones graves, la remitió de inmediato a la fiscalía. Allí se enteraron de un hecho doloroso: su agresor ya tenía otra denuncia por violación sexual. A pesar de ello, la investigación dejó cabos sueltos. El taxista nunca fue interrogado a fondo, ni se investigó el destino de los videos. La sobreviviente y su familia tuvieron que cargar con el peso de buscar pruebas médicas y psicológicas para documentar el daño.

Las secuelas han sido profundas y permanentes. Ha necesitado múltiples intervenciones quirúrgicas que no han logrado reparar por completo el daño, obligándola a reconfigurar cada aspecto de su vida. Psicológicamente, la agresión la sumió en una depresión profunda. Hoy, aunque ha recibido tratamiento y medicación, sigue luchando por recomponer los pedazos de una vida que fue brutalmente fracturada.

El silencio roto dentro de la familia

Tenía cinco años cuando comenzó el calvario que duró catorce. A los diecinueve, finalmente terminó. La persona que la dañó era, a los ojos de su familia, un hermano modelo —hijo del mismo padre y diez años mayor—, atento, obediente y aparentemente inofensivo. Nadie sospechaba que, detrás de esa fachada, se escondía un depredador que durante más de una década la sometió a abusos sistemáticos. Al principio, ella lo entendía como un “juego” incomprensible, pero con el tiempo, esos “juegos” se convirtieron en agresiones sexuales y penetraciones.

La agresión vino acompañada de la manipulación: amenazas de muerte si hablaba, un miedo sembrado para silenciar a una niña sin herramientas para entender o defenderse. Aunque el abuso físico cesó cuando se mudó de casa, el daño psicológico permaneció latente.

Los recuerdos volvían a ella en silencio. El secreto la consumía. Hasta que un día, se quebró y se lo contó a una persona de confianza. Ese acto de confianza, esa pequeña grieta en su muro de silencio encendió la cadena que terminó con la verdad al descubierto.

La suya es una historia que condensa el drama humano de las violencias ocultas en el hogar: la traición de alguien cercano, el silencio impuesto por el miedo y la lenta reconstrucción que exige denunciar y enfrentar el repudio de la propia familia.

Aunque la condena representó una reparación material y simbólica, las marcas —físicas, emocionales y sociales— persisten. Es un relato que exige no solo sanciones más severas, sino también la creación de redes de apoyo que ofrezcan caminos reales de recuperación.

El laberinto judicial

En el primer caso, la fiscalía pidió 20 años de prisión, una sentencia que fue dictada en primera instancia. Una apelación redujo la condena a 15 años sin una explicación que la sobreviviente considere proporcional. El intento de impugnar esa reducción en instancias superiores fue infructuoso. La sensación que le queda es de desamparo institucional: “Me siento abusada y decepcionada”, dice, a pesar de que la condena ofreció una mínima reparación simbólica.

Su testimonio resume dos verdades duras: la violencia puede venir de alguien que creías conocer, y el camino hacia la justicia y la reparación está lleno de obstáculos y complicidades.

A pesar del dolor, sigue adelante. Su historia exige no solo condenas más justas, sino también investigaciones completas que no dejen impunes las piezas que permiten que estos crímenes ocurran.

En el segundo testimonio, el caso llegó a juicio y el agresor fue condenado a varios años de prisión, además de una indemnización económica. Pero la justicia penal no logró cerrar la herida familiar. La condena fragmentó los lazos. Excepto su padre, la familia paterna se volcó contra ella, la rechazó y la acusó de mentir. La sobreviviente quedó aislada en el seno de quienes debieron haberla protegido.

Una violencia de larga data

La violencia y el abuso sexual en República Dominicana no son un problema reciente. Invisible y legitimada por décadas, solo aparece en casos de trascendencia pública. Es un reflejo crudo de la vulnerabilidad cotidiana de la mujer dominicana.

El reciente caso de Villa González y la violación grupal de una joven de 21 años aún resuena. Este y otros casos similares revelan una cultura de violencia con un horror que trasciende el suceso individual. Se trata de un engranaje de turbulencia masculina donde el cuerpo de la mujer es cosificado y tratado como un “despojo” en un acto de oprobio.

Casos de escalofriante similitud, aunque no hayan salido a la luz, subrayan un patrón de abuso sistemático. Detalles espeluznantes como la adulteración de una bebida para quebrar la voluntad de la víctima, y los encierros forzosos con presencia cómplice alrededor del crimen, son historias que se repiten en el país.

Cifras que gritan

Las denuncias por violación sexual se han convertido en una de las principales alertas. Según datos de la Procuraduría General de la República (PGR), entre enero y julio de este año se han contabilizado 3,854 reportes por distintos delitos sexuales, de los cuales 681 corresponden a violaciones, equivalentes al 17,67%.

El desglose de la PGR por tipo de delito sexual muestra que la agresión sexual registró 1,178 casos, lo que representa el 30.57% del total. La seducción de menores tuvo 1,135 casos, un 29.45% del total.

Las cifras evidencian no solo un aumento del delito, sino la persistencia de la violencia sexual que afecta a mujeres y niñas en distintas provincias del país. Las estadísticas sobre delitos sexuales basadas en denuncias no lo dicen todo, pero dan una aproximación al intenso grado de violencia sexual en la sociedad dominicana. A pesar del subregistro inevitable, lo publicado por la PGR en 2024 debió destapar las alarmas.

Ese año, las unidades especializadas en violencia de género (UVGS) recibieron 7,206 denuncias. De ellas, 1,430 fueron por violación sexual, 538 por incesto y 2,177 por seducción de menores. Varios estudios estiman que entre el 63% y el 87% de los delitos sexuales no se denuncian.

Brenda Patricia Mejía es directa: “En la República Dominicana, la violencia contra las mujeres, incluyendo la violencia sexual, tiene sus raíces en la inferioridad, la subordinación y el desequilibrio de poder entre hombres y mujeres”.

No descarta los vínculos entre violencia sexual y redes organizadas de trata de personas. “Las mujeres narran cómo llegan al país a través de redes organizadas”. A partir de sus testimonios, explica que estas redes están conformadas por grupos con funciones específicas: los encargados de captar, los que facilitan el traslado, y los que las reciben, les retienen sus documentos y las explotan.

Al igual que Calderón, la profesional de la conducta entiende que en la violencia sexual intervienen diversos factores, aunque hace énfasis en las cuestiones institucionales y estatales: “En este contexto se dan condiciones y situaciones que permiten, favorecen y refuerzan la violencia sexual”.

Las modalidades son variadas: relaciones de pareja, acoso en el trabajo, violaciones por desconocidos o personas cercanas, trata, incesto, acoso en las escuelas y, con el avance de la tecnología, nuevas modalidades como la exposición de material sin el consentimiento de la persona.

Descarta que exista un perfil que defina a las sobrevivientes de violencia sexual, aunque entiende que la ausencia de los padres, de redes de apoyo, personalidad vulnerable y dificultad para establecer límites son aspectos para considerar.

Ambas expertas entienden que es vital ofrecer un servicio multidisciplinario que proporcione una respuesta integral: atención médica, legal, psicológica y servicios de protección. La terapeuta Calderón incorpora otros elementos importantes, como la colaboración interinstitucional.

“Es fundamental que las instituciones que reciben estos casos conozcan el impacto de estos hechos. Eso no ocurre en la actualidad. Es la víctima quien gestiona el acceso a cada una de estas instituciones. Las mujeres abandonan los procesos por los retrasos, irregularidades y malos tratos”.

La invisibilidad del abuso

La antropóloga e investigadora Tahira Vargas asegura que la violencia sexual en República Dominicana es invisible y legitimada, pues solo aparece en casos de escándalos públicos.

Califica de preocupante la reacción de la población que, en muchos casos legitima la violencia sexual cuestionando a la víctima, despojando a los agresores sexuales de su responsabilidad social y criminal.

Refiere que el estudio de masculinidades y violencia de género (Vargas/Profamilia 2019) que muestra la permisividad y la ausencia de responsabilidad. “Algunos reconocen que han sido agresores sexuales o que han tenido deseos de violar a niñas, mujeres o adolescentes porque ‘los provocan’ o porque están ‘solas’”.

Vincula la permanencia del abuso sexual a la culpabilización de la víctima o de su madre. “Gran parte de las víctimas lo han vivido al interior de la familia, siendo sus agresores padres, hermanos, tíos, abuelos, padrastros, vecinos y compadres”.

Sin embargo, dice, los agresores sexuales no son culpabilizados socialmente. Esos casos pasan por el velo de la invisibilidad y la permisividad.

Concluye que la prevención es urgente y debe iniciar con la revisión del imaginario de la confianza. “Las familias cuidan mucho a sus hijas del ‘extraño’ pero no las cuidan de los hombres de la familia. Erradicar los abusos sexuales es una tarea de toda la sociedad”.

El laberinto de la justicia

Diversas entidades han expresado preocupación por el nuevo Código Penal, que podría no garantizar plenamente los derechos de las mujeres y las niñas. El abogado penalista Marino Elsevif considera que muchos tipos penales carecen de la tipicidad y culpabilidad que doctrinalmente deben ser establecidas.

Es decir, hay una exageración en la acción u omisión, lo que puede provocar un “despotismo penal”. “Muchas veces, los jueces no pueden sancionar a un imputado por la falta de antijuricidad y de tipicidad”.

Además, advierte una “yuxtaposición de tipos penales”, que se verifica también en la violencia doméstica y familiar, y que, a su vez, son tipificados en la agresión sexual y el acoso.

Obstáculos y vacíos legales perpetúan la impunidad

Según profesionales del derecho, cuando se presenta una denuncia por violación sexual, el proceso se rige por el Código Procesal Penal. La investigación se basa en la recolección de diversas evidencias, tanto físicas como testimoniales.

Documentar un caso de violación es un proceso delicado que requiere la participación de múltiples profesionales y la recopilación de diferentes tipos de pruebas.

Los elementos clave para documentar y probar un caso incluyen: levantamiento de evidencias físicas (certificado médico legal, muestras de ADN) y pruebas documentales y tecnológicas (mensajes de texto, registros telefónicos y otros documentos digitales).

El conjunto de todas estas pruebas es lo que permitirá, finalmente, que el Ministerio Público sustente una acusación y que un juez emita una sentencia.

Mientras, en República Dominicana, el eco siniestro de la violencia sexual es una herida invisible. Dos historias resuenan el costo humano del silencio .

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